Del libro
Three Rival Versions of Moral Enquiry:
Enciclopaedia, Genealogy and Tradition,
University of Notre Dame Press, 1990

Capítulo IV

La concepción agustiniana
del estudio moral

Alasdair MacIntyre

La relación entre los textos claves de la cultura agustiniana medieval y sus lectores tenía dos vertientes. Al lector se le asignaba la tarea de interpretar el texto, pero también debía descubrir, en y a través de la lectura de esos textos, que ellos a su vez interpretan al lector. Lo que el lector, así interpretado por los textos, tiene que aprender acerca de sí, es que sólo quien es transformado a través y por la lectura de los textos será capaz de leer los textos rectamente. Así que el lector o lectora, como cualquier aprendiz en la tradición de un oficio, encuentra una manifiesta paradoja ya desde el principio, versión cristiana de la paradoja del Menón de Platón: sólo aprendiendo lo que los textos tienen que enseñar puede llegar a leer los textos acertadamente, pero sólo leyéndolos acertadamente puede aprender lo que los textos tienen que enseñar.

Ante esta dificultad una persona requiere dos cosas: un maestro y confianza obediente en que lo que el maestro declara, al interpretar el texto, como buenas razones para transformarse en una clase distinta de persona -y así una clase distinta de lector- serán buenas y genuinas razones a la luz de ese entendimiento de los textos accesible solamente al yo transformado. El proyectado lector o lectora ha de tener inculcadas ciertas actitudes y disposiciones, ciertas virtudes, antes que pueda saber por qué son estimadas estas virtudes. Así que tiene que ocurrir un reordenamiento prerracional del yo antes que el lector pueda tener una pauta adecuada por la cual juzgar qué es una buena razón y qué no lo es. Y este reordenamiento requiere confianza obediente, no sólo en la autoridad de este particular maestro, sino en toda la tradición de comentarios interpretativos en la cual ese maestro ha sido iniciado previamente por su propio reordenamiento y conversión.

Los textos claves eran por supuesto los de las sagradas Escrituras. Leer era leer en voz alta y la recitación litúrgica de las Escrituras era un acto de lectura en el cual el texto oral y el escrito eran uno. El lector ejerce y representa en su propia vida a aquella que lee en la Escritura; la narrativa ejercida en una vida singular se hace inteligible en el marco de la historia dramática de que habla la Escritura. Así que la lectura de textos es parte de la historia de la cual hablan los mismos textos. El lector se descubre así dentro de las Escrituras. El registro paradigmático de tal descubrimiento fue las Confesiones de Agustín y fue Agustín por supuesto quien formuló en forma clásica la doctrina del entendimiento que llegó a informar la tradición medieval, una concepción platónica a la cual Agustín dió forma cristiana. El reconocimiento del platonismo que la tradición así hereda hace surgir enseguida la cuestión de si la doctrina de interpretación de Agustìn se extiende a textos no sagrados.

Peter Brown ha enfatizado cuán lejos fue Agustín al separar la literatura y la doctrina greco-romana del paganismo y de ese modo hacerlas asequibles para los propósitos cristianos, bien de una manera general, para beneficio de la humanidad, o con especial referencia a necesidades específicamente cristianas, como, por ejemplo, el conocimiento de la historia secular ayuda en la comprensión de la historia sagrada (Augustine de Hippo, Berkeley, 1969, chapter 23; para la doctrina de Agustín ver De vera religione xxiv, 45, In Ps. cxxxvi, 10-11, De doctrina Christiana). Pero es igualmente importante enfatizar cómo los poderes de discriminación que se requieren para juzgar correctamente el modo de entender la literatura secular pueden -en la visión de Agustín- convertirse en sí mismos en una expresión de virtudes peculiarmente cristianas, algo ejemplificado en la evaluación hecha por el propio Agustín de la evidencia proporcionada por Cicerón, Virgilio y Salustio sobre las virtudes de la Roma republicana.

La relación del lector con los textos tanto sagrados como seculares está mediada entonces por un cierto tipo de enseñanza y un cierto tipo de iniciación en una tradición de lectura e interpretación. Pero ningún maestro simplemente humano puede tener éxito por sí mismo en los tipos de enseñanza relevantes. Incluso cuando la tarea del aprendiz es iniciarse en los esquemas clasificatorios más frecuentes donde se afijan nombres comunes a objetos, hay algo problemático. Porque si en aquella ostensiva demostración en la cual un niño aprende por primera vez un nombre cuando un maestro le señala un objeto, no hubiese otra cosa fuera de la pronunciación del nombre, el acto de apuntar, y la presencia del objeto, el aprendizaje podría no ocurrir; tal aprendizaje requiere habilidad para entender tanto la significación del acto de señalar como la manera en la cual el acto de nombrar un objeto difiere de la mera pronunciación de alguna expresión en la presencia de algún objeto, y éstas se presuponen y no son suministradas por actos de ostensión demostrativa. Luego la mente tiene que encontrar dentro de sí misma eso que la dirige hacia una fuente de inteligibiliad fuera de sí misma, que le dará lo que la ostensión por sí misma no puede; guiada hacia esa fuente ella descubre dentro de sí misma una comprensión de modelos intemporales, de formas, una comprensión que es sólo posible a la luz proporcionada por una inteligencia fuera de la mente. Así que la epistemología de Agustín era platónica, en versión derivada de Plotino, pero con esta diferencia crucial. El intelecto y los deseos no se inclinan naturalmente hacia ese bien que es fundamento del conocimiento y del cual fluyen bienes menores. La voluntad que los dirige es inicialmente perversa y necesita una suerte de redirección que le permitirá confiar obedientemente en un maestro que guiará la mente hacia el descubrimiento de sus propios recursos y de lo situado fuera de ella, tanto en la naturaleza como en Dios. De ahí que la fe en la autoridad tiene que preceder al entendimiento racional. Y de ahí que la adquisición de esa virtud que la voluntad requiere para ser guiada, la humildad, es el necesario primer paso en la educación o en la auto-educación. Al aprender por lo tanto nos movemos hacia y no desde los primeros principios y descubrimos la verdad solamente en la medida que descubrimos la conformidad de los particulares a las formas en relación a las cuales aquellos particulares devienen inteligibles, una relación aprehendida sólo por la mente iluminada por Dios. La justificación racional es así esencialmente retrospectiva.

En la lectura de textos hay un movimiento tanto hacia el aprehender lo que el texto dice como hacia el aprehender eso de lo que el texto habla. Ya que se encontraban obscuridades, discrepancias e inconsistencias en y entre los textos, se identificaron obstáculos para aquellos movimientos. Así que se requería el desarrollo de una tradición de comentario e interpretación, una tradición que asumió como modelos los comentarios sobre la Escritura de Agustín y Jerónimo. Dentro de esa tradición se elaboraron grandes acuerdos sobre interpretación, de modo que la carga colocada sobre la interpretación disidente se hizo progresivamente más dificil de ser descartada. Pero también se desarrolló contra este trasfondo de acuerdo un conjunto de asuntos más o menos sistemáticamente disputados en los cuales se multiplicaban problemas de quizás aparente, quizás real desacuerdo en los textos comentados a causa de problemas de real desacuerdo entre comentaristas e intérpretes. De modo que ciertos asuntos emergían como quaestiones, cuya formulación y discusión vino a incorporarse con el tiempo en los métodos de la enseñanza formal, que complementaban la exposición exegética dando oportunidad a lo que se convertiría en formas de disputa crecientemente estilizadas.

En el centro de este trabajo de comentario interpretativo y de la problemática que genera estaba el reconocimiento de que cualquier pasaje en un texto podría tener más de un sentido: un sentido llanamente histórico, un sentido tropológico o moral, un sentido místico o alegórico, y, en algunos escritores, un cuarto sentido, anagógico o espiritualmente educativo. Diferentes escritores articulaban esta doctrina de los tres o cuatro sentidos en diferentes formas. Pero el núcleo de la doctrina imponía un amplio acuerdo. El sentido histórico es el del pasaje tomado como una expresión en un contexto particular en el cual una o más personas se representan actuando, articulando, interactuando, etc.; el pasaje se construye como una representación deseada de lo que se relata. Así el sentido histórico del recuento de los siete días de la creación en el Génesis es el de una representación de siete secuencias de eventos, cada uno de los eventos de un día. Pero el mismo Agustín ha sugerido que el verdadero sentido del pasaje, el sentido en el cual el pasaje es verdadero, no es éste. Hay allí un recuento de actos de creación divina no en sí mismos ordenados temporalmente de esta manera; subyaciendo al sentido histórico hay otro sentido. Notemos que en este ejemplo, como generalmente en la tradición interpretativa, es el sentido histórico el que es primario; los otros sentidos adscritos dependen de una cierta relación analógica con el sentido histórico. Cuando un pasaje funciona alegóricamente lo que puede ser referido a o descrito en los sentidos alegóricos, o aún en los sentidos moral o anagógico, está restringido por la referencia y el sentido deseado del sentido histórico. Y decir esto es dejar claro que el sentido de "sentido" cuando los escritores medievales hablan de los cuatro sentidos es muy otro que ese de "sentido" generalmente utilizado por escritores contemporáneos, sean fregeanos o no fregeanos.

El sentido, como era utilizado por tales escritores medievales, no pertenece a expresiones individuales aisladas del contexto, ni a oraciones como tales, sino a unidades de discurso que pueden ser caracterizadas en términos de géneros literarios: narrativas, proclamaciones, conversaciones, edictos. Tales unidades se entendían como siendo expresadas por alguien a alguna audiencia que comparte con el expositor una dotación de creencias fundamentales, una dotación de significados lingüísticos, articulados en términos de una visión compartida del universo, y una dotación de nombres propios, aplicados a las mismas personas, lugares y objetos por medio de acuerdos en el uso de un conjunto de descripciones definidas. Por ello según más de un escritor, por ejemplo, el relato del cruce del Mar Rojo por parte del pueblo de Israel tiene al mismo tiempo el sentido histórico de un relato de eventos que ocurrieron en un tiempo y en un lugar particular y el sentido alegórico de una representación gráfica de la liberación de la muerte y la destrucción del pueblo de Cristo por su expiación.

De una manera importante, fue a través de la reflexión sobre la teoría de los sentidos de la Escritura que el aprendizaje secular llegó a estar mejor integrado en el esquema agustiniano. Los escritores monásticos a lo largo de la Edad Media han extendido los textos clásicos preservados por sus propios escribas, aduciendo que tales textos tenían su debido lugar, aunque subordinado, en el orden de la creación y que proporcionan formas literarias para el uso cristiano. Así que cuando San Bernardo, por ejemplo, ensalzó a su hermano en un sermón funeral, Super Cantica, citó además de la Escritura no sólo a Jerónimo y a Ambrosio sino también a Sócrates, Platón y Cicerón. Y los textos clásicos con frecuencia eran leídos como teniendo más de un sentido, algunas veces como alegorías proféticas de la verdad cristiana. Pero estas apropiaciones de autores antiguos fueron por muchos siglos muy asistemátícas. Fue sólo con el desarrollo de la exégesis de la Escritura en el siglo doce que la relación de estudio sagrado y secular vino a ser definida claramente. Hugo de Saint-Victor, quien enseñaba en la escuela abadía de ese nombre en París desde aproximadamente 1125 hasta su muerte en 1141, sostuvo no sólo la necesaria primacía del sentido histórico en el estudio de la Escritura sino la necesidad de un conocimiento de la historia y la geografía secular si ese sentido iba a ser aprehendido correctamente. La correcta aprehensión del sentido místico o alegórico requiere el estudio de la doctrina teológica. Y para entender el sentido tropológico, los seres humanos deben entender qué trabajo tienen que hacer en el mundo natural así como entender la estructura del mundo natural en el cual deben realizar ese trabajo. De esta manera la doctrina de los sentidos múltiples de la Escritura tiene una función esencialmente integrativa en el esquema global de estudio de Hugo de Saint-Victor.

Pero la doctrina de la multiplicidad de sentidos también multiplicó las ocasiones para el desacuerdo interpretativo y la controversia, ocasiones evidentes en los escritos de Hugo de Saint-Victor. Una limitación para este aumento en las discrepancias era por supuesto la de las restricciones impuestas por el acuerdo sobre los dogmas centrales de la cristianidad católica. Pero el desarrollo del estudio doctrinal en el siglo doce en áreas tales como la naturaleza de la expiación o la de los sacramentos daba mayor ocasión para la multiplicación de la disensión y la diferencia. En esta multiplicación fueron importantes dos aspectos filosóficos del pensamiento del siglo doce.

En el siglo doce 'filosofía' no es el nombre de una disciplina particular. 'Filosofía' denomina aún al estudio como tal y los temas y tesis filosóficas se emplean como partes de diferentes tipos de estudio en diferentes tipos de contexto. Lo que resulta notable es el número y la heterogeneidad de los puntos de vista filosóficos heredados del mundo antiguo a los cuales se apelaba, implícita o explícitamente. Consideremos primero la variedad de tipos de platonismo existentes en el siglo doce a los cuales D. M. Chenu atrajo nuestra atención hace treinta años (La theologie au douzieme siécle, Paris, 1957, capítulo 5): el derivado de Agustín, aquél cuya fuente fue Boecio, el que arranca de la lectura del Pseudo-Dionisio, y el neoplatonismo islámico de De Causis, una paráfrasis árabe de Proclus, falsamente atribuida a Aristóteles. Junto con estos se encontraba la genuina, aunque limitada, influencia de Aristóteles por medio de las traducciones de Boecio, algunas de las cuales -la Categorías y la De Interpretatione- tenían una historia más o menos contínua, otras de las cuales -los Primeros Analíticos, Tópicos y Sophistici Elenchi- habían sido perdidas pero fueron redescubiertas alrededor de 1120. La Edad Media debe también al trabajo de Boecio como traductor ese entendimientod de las Categorías de Aristóteles que deriva de la Isagoge de Porfirio.

Junto a estas apropiaciones parciales de Platón y Aristóteles se iban a encontrar versiones de atomismo, como las propuestas por William de Conches, y de posiciones estoicas, algunas de ellas transmitidas por Jerónimo, algunas aprendidas de lo que se sabía de Séneca. No habría sorprendido si lo que hubiese aparecido fuese un cierto eclecticismo sin principios, una mera mélange de puntos de vista. Lo que salvó al siglo doce de tal eclecticismo fue la existencia de un marco global de creencia dentro del cual tenían que ser puestos a trabajar los diferentes usos de diferentes partes de la filosofía antigua y en cuyos términos tenían que ser al final justificados. Pero la existencia de tal marco no impidió desacuerdos radicales.

Así fue también con el otro aspecto filosófico central al estudio en el siglo doce, la aplicación de la dialéctica a cuestiones teológicas. En esta aplicación se reunieron tres corrientes diferentes y originalmente independientes en el desarrollo intelectual de la tradición agustiniana. La primera toca al uso de la quaestio. Comenzando con la propia formulación de Agustín de quaestiones se desarrolló en el siglo once la costumbre de interpolar quaestiones en los comentarios, hablados y escritos, de la Escritura y gradualmente se incrementó la proporción de espacio dedicado a tales quaestiones más que a los comentarios. En la declaración de las soluciones alternativas a una quaestio y en los argumentos pro y contra para cada solución se hizo más y más uso de materiales provenientes de las artes liberales subordinadas de la gramática y la dialéctica, y al mismo tiempo, especialmente en el siglo once, se postularon quaestiones con respecto a la verdad o falsedad de ciertas doctrinas teológicas y no simplemente a la interpretación de los textos. Así surge una concepción del estudio que consiste en la postulación secuencial de una serie de quaestiones relacionadas a través de las cuales se planteaban los problemas concernientes a una materia particular en una forma secuencial y sistemática.

A este desarrollo en la quaestio corresponde un desarrollo en el uso de la dialéctica. El texto maestro para la dialéctica en el inicio de la Edad Media era el proporcionado por Boecio en De topics differenttis, un trabajo que seguía de cerca los Tópicos de Aristóteles y el cual, como obra de Aristóteles que es, trata lo que es distintivo en la dialéctica en contraste con los argumentos demostrativos. Ciertas diferencias entre dialéctica y demostración son cruciales. Los argumentos demostrativos establecen y ordenan verdades ya conocidas, vindicando el estatus de tales verdades como conocimiento cierto, como partes de alguna ciencia. Una ciencia perfeccionada despliega su forma como una cadena de esos argumentos, descendiendo de sus necesarios primeros principios hasta sus conclusiones subordinadas. Por contraste el argumento dialéctico es exploratorio. La dialéctica es el instrumento de estudio que aún está in via. Es a través de la dialéctica que construimos argumentos demostrativos, y mientras en el razonamiento demostrativo argumentamos desde los primeros principios, en la dialéctica argumentamos hacia los primeros principios. Ya que la concepción agustiniana de la dirección del estudio es hacia primeros principios, la dialéctica es necesariamente su instrumento argumentativo. Pero ya que la dialéctica discute desde premisas acordadas hasta el momento, o al menos no puestas en cuestión, hacia conclusiones que no son necesariamente verdades sino sólo la conclusión más convincente a la que se ha llegado, el trabajo de la dialéctica tiene un carácter esencialmente incompleto y provisional. Una conclusión dialéctica siempre está abierta a futura objeción.

Una tercera corriente de desarrollo intelectual era el crecimiento sistemático en la elaboración de distinciones en los tipos de sentido, no sólo al explicar la Escritura sino también al comprender textos seculares, así que con el tiempo surge un nuevo género, un conjunto de trabajos característicamente titulados Distinctiones. La técnica de elaborar tales distinciones de sentido se enriqueció con las contribuciones de los gramáticos y de los comentaristas. Y esta técnica se convertiría entonces en un instrumento dialéctico adicional, el cual a la vez serviría a propósitos de estudio sistemático organizado como una sucesión de quaestiones. De este modo lo que habían sido tres corrientes de desarrollo relativamente independientes se reunieron en los nuevos trabajos comprehensivos del siglo doce.

Cuando la heterogeneidad de las fuentes filosóficas heredadas del mundo antiguo y la multiplicación de quaestiones y distinctiones se juxtaponen, se evidencian las grandes posibilidades de disensión intelectual radical incluso dentro de las restricciones impuestas por un marco agustiniano. Esta posibilidad se hizo evidente a sus contemporáneos en el estilo, métodos y conclusiones de Abelardo. Los relatos modernos de Abelardo son generalmente de dos clases, secos como el polvo y technicolor. Los secos congratulan a Abelardo por haber anticipado en alguna manera a Frege; los technicolor celebran su carencia, guiada por la pasión, de respeto a los límites en la sexualidad y en la discusión. Tales románticos recuentos fallan no tanto por imprecisión como por falta de perspectiva. Abelardo ciertamente anticipó en algunos aspectos relatos muy posteriores sobre predicación y cuantificación, pero hizo esto mientras intentaba colocar el platonismo del siglo doce en su debido lugar dentro de un marco agustiniano y aseguraba así que el platonismo servía al agustinianismo y no viceversa. Y es cierto también que Abelardo retó la autoridad establecida, pero incluso por su respuesta de obediente aceptación a la autoridad establecida hizo tanto como cualquier otro para clarificar la relación de dialéctica y autoridad. En estos dos importantes aspectos él elaboró los dogmas centrales de la tradición agustiniana más que sus predecesores.

Fue por supuesto en la controversia sobre los universales que Abelardo hizo sus contribuciones para un mejor entendimiento de la predicación. ¿Qué estaba en juego para el platonismo medieval en esa controversia? San Agustín ha transformado las eidë de Platón en ejemplares de cosas creadas en la mente de Dios. Progresar en la comprensión del mundo de la creación como es realmente, es alejarse de los juicios primarios de la vida diaria, los cuales tanto en pensamiento como en palabras están embrollados en el error, e ir hacia la formación de una mente cuyos juicios se conforman a lo que son las cosas. Y la verdad de las cosas yace en su conformidad a los ejemplares, una conformidad no manifiesta en aquellas particularidades del mundo natural que se presentan a sí mismas como materia para nuestros juicios primarios.

El platonismo en ésta como en todas sus versiones es antagonista del lenguaje ordinario; los usos ordinarios del lenguaje siempre tienen necesidad de corrección. Pero lo que William de Champeaux hizo fue transformar el platonismo en una teoría del significado para el lenguaje ordinario. En su versión los universales, a la vez distintos y separados de los particulares, son a lo que se refieren los nombres del lenguaje ordinario, y en virtud de esa referencia tienen el sentido que tienen. Así que la aprehensión de las verdaderas formas viene a ser algo relacionado con la comprensión de los significados ordinarios, no algo que provee un telos para un largo proceso de estudio. El logro de Abelardo al exhibir los absurdos que se derivaban de la posición de William tuvo como consecuencia que se hiciese una distinción clara y visible entre el intellectus universalis, la diaria comprensión de las propiedades comunes a aquellos objetos agrupados por un nomen universalis, y cualquier aprehensión de las naturalezas esenciales de las cosas presente a la mente de Dios. El perfeccionamiento del entendimiento de la mente es un movimiento hacia una comprehensión del genuino universal, pero no produce en sí mismo un conocimiento de las verdaderas esencias.

Abelardo mismo reconoció su conformidad con lo que él conocía de Aristóteles y aunque John de Salisbury malinterpretó la posición de Abelardo, adscribiéndolo a un nominalismo que realmente no sostenía, tenía razón al entender la visión de Abelardo como reconciliable con una posición aristotélica. Por cierto que hay aquí una anticipación importante e influyente de la síntesis hecha por Aquino de Aristóteles con una versión particular de platonismo agustiniano. Era importante por lo tanto para el estudio subsecuente que Abelardo rescatase la controversia sobre los universales de los primeros debates estériles entre nominalistas y realistas de los cuales habían emergido las tesis de William de Champeaux.

Entender a Abelardo en esta perspectiva no es de ninguna manera negar sus logros, sea en general por revisar lo que se había entendido hasta entonces respecto a las relaciones de gramática y lógica o más particularmente por sus recuentos de significado, denotación e inferencia; es solamente para insistir que el contexto de esos logros era muy diferente del de los lógicos que redescubrieron algunas de las tesis de Abelardo a fines del siglo diecinueve y principios del veinte, algo que se hace evidente cuando recordamos que el propósito de Abelardo era elucidar por medio de sus descubrimientos lógicos la doctrina de la Sagrada Trinidad. Fue al hacer esto que se expuso a acusaciones de herejía por Bernard de Clarivaux.

De hecho Abelardo no parece haber mantenido posturas heréticas. Es de lo más sorprendente que aceptase obedientemente su condenación, acordando con Bernard sobre su entendimiento de los límites impuestos a la vida de estudio por la necesidad de tales condenas. Lo que Bernard y Abelardo acordaron, y ningún agustiniano consistente podría haber hecho de otra manera, fue que la integridad de la vida de estudio requiere tales intervenciones de la autoridad.

Bernard, como cisterciense, seguía la regla de San Benedicto, cuya teología práctica presupone lo que San Agustín ha afirmado, que es sólo a través de la transformación de la voluntad desde un estado de orgullo a otro de humildad que la intelegencia puede ser dirigida correctamente. La voluntad es más fundamental que la inteligencia y el pensamiento no dirigido por una voluntad informada por la humildad siempre será propenso a extraviarse. Claramente, fue esa vanidad de la voluntad lo que Bernard percibió en Abelardo y lo que Abelardo reconoció con su sumisión haber percibido en sí mismo. Así que es la epistemología subyacente del estudio agustiniano la que requiere la condenación de herejía, ya que la herejía es siempre un signo de orgullo en el que se prefiere elevar el propio juicio por encima del de la genuina autoridad.

Fue entonces el ejercicio de la autoridad y el reconocimiento asignado a la autoridad lo que impidió al desarrollo del argumento dialéctico fracturar la unidad del estudio en una multitud de desacuerdos, aun cuando ese estudio venía de fuentes filosóficas heterogéneas. Pero es importante que la concepción de autoridad a la que así se recurre es en sí misma un rasgo necesario del esquema agustiniano del entendimiento. La autoridad entra en ese esquema en dos puntos. Inicialmente, porque la creencia injustificada racionalmente tiene que preceder al entendimiento, la creencia tiene que ser aceptada bajo la autoridad. Lo que la autoridad proporciona en este punto es testimonio de verdad en ciertas materias. El testimonio será recibido en forma muy diferente de informes que proporcionen evidencia. La evidencia será evaluada a la luz de lo que se toma como probabilidad de ocurrencia del tipo de evento reportado. La creencia en el testimonio se proporciona por contraste con el grado de confianza colocado en la persona que da el testimonio, y a menudo no a la persona como tal, sino en tanto representante de un papel o poseedora de alguna función.

Así que en el esquema agustiniano cuando en primer lugar creo para luego poder llegar a entender, no evalúo evidencia, sino que pongo mi confianza en ciertas personas como autorizadas para representar el testimonio apostólico, algo que podría hacer en muchas formas distintas, ninguna de las cuales será en esa etapa preliminar 'por buenas razones', porque yo no puedo aún saber cómo evaluar razones en esta área como buenas o no. Mi creencia puede ciertamente ser una respuesta a algo tan aparentemente accidental como que mi ojo caiga sobre un pasaje de Pablo en un libro que tomé mientras escuchaba por casualidad a un niño jugando que decía: "Tolle, lege; Tolle, lege". Pero la aparente arbitrariedad de esta aceptación inicial de la autoridad es en sí misma algo que sólo será adecuadamente entendido más tarde, y en ese entendimiento posterior la autoridad es vuelta a encontrar de una manera muy diferente.

Al aceptar la autoridad, como vimos al inicio, uno adquiere un maestro que al mismo tiempo introduce a ciertos textos y educa para llegar a ser la clase de persona capaz de leer aquellos textos con entendimiento, textos en los cuales la persona descubre la historia de sí misma, incluyendo la historia de cómo fue transformada en lectora de estos textos. Esta historia de uno mismo está encajada en la historia del mundo, una narrativa global dentro de la cual todas las otras narrativas encuentran su lugar. Esa historia es un movimiento hacia la verdad convirtiéndose en manifiesto, un movimiento hacia la inteligibilidad. Pero en el transcurso de descubrir la inteligibilidad del orden de las cosas, también descubrimos por qué en diferentes etapas quedan grados mayores o menores de ininteligibilidad. Y al aprender esto aprendemos que el testimonio autorizado, para hacernos avanzar desde donde ahora estamos, nunca podrá ser excluido en nuestra presente vida corporal. Así que la autoridad contínua recibe su justificación al ser indispensable para un progreso contínuo, cuya narrativa aprendemos a relatar de esa autoridad y cuya verdad está confirmada por nuestro propio progreso, incluyendo el progreso hecho por medio del estudio dialéctico. La práctica de la dialéctica específicamente agustiniana y la creencia de la dialéctica agustiniana de que esta práctica es un movimiento hacia una verdad todavía no totalmente alcanzada presupone la guía de la autoridad. De ahí que cuando la mismísima autoridad coloca restricciones sobre el estudio dialéctico, sería irrazonable no someterse. La sumisión de Abelardo, por lo tanto, a diferencia de la de Galileo, constituía una sola cosa con sus estudios. El reconocimiento de la autoridad ya era un elemento esencial en aquellos estudios.

La visión del lugar de la autoridad dentro del estudio, como otras partes claves del esquema agustiniano, presupone una comprensión particular de cómo los textos se relacionan a eso de lo cual hablan y de cómo el progreso en la lectura y el entendimiento de los textos cambia la relación del lector con eso de lo cual hablan los textos. O más bien, ya que el lector mismo es parte de la materia de la cual tratan los textos, lo que se cambia es la relación del lector con otros elementos de esa materia.

Algunos escritores modernos sobre textos en general y más particularmente sobre narrativa han argumentado que la forma y el ordenamiento de un texto son una imposición literaria hecha por su autor a un tema, el cual, apartado del texto y su forma y orden, sería amorfo y desordenado. Cada texto es así en algún grado una falsificación creativa de eso de lo cual habla. Según esta visión cualquier indagación interesada en la verdad que examine el tema del cual algún texto particular habla independientemente de ese texto descubrirá una carencia de correspondencia entre texto y tema. Así argumentó Tolstoy en un sentido, así Sartre en otro.

Por contraste existen aquellos otros escritores modernos quienes han argumentado que no tenemos acceso al tema peculiar e idiosincrático de ningún texto excepto el que proporciona el propio texto. El entendimiento de cualquier texto sólo puede darse en los términos proporcionados por ese texto y de ahí que no pueda surgir la cuestión de la verdad o falsedad en relación a algún tema genuinamente externo. Este último tipo de visión ha sido formulado característicamente como una etapa en un argumento que aspira a moverse hacia una conclusión incluso más radical: que quizás cada texto debe ser juzgado en sus propios términos, que quizás los textos no son nada sino lo que nosotros, los lectores, hacemos de ellos.

En lo que concuerdan estas muy diferentes y mutuamente incompatibles formas de pensamiento acerca de los textos es que no se puede extraer ningún sentido de la naturaleza de una correspondencia sistemática entre, por una parte, un texto con sus significados, su secuencia y otros ordenamientos, sus límites y sus referencias, y por otra, alguna realidad externa que no es un texto y que no puede por lo tanto ser leída e interpretada sino más bien aprehendida de alguna muy otra manera. Los argumentos avanzados en apoyo de esta pretensión tienen mucho en común con aquellas objeciones que han sido persuasivamente presentadas contra cualquier versión de la teoría de la correspondencia de la verdad, en la cual la verdad consiste en alguna relación entre los elementos y el orden de algunos elementos lingüísticos, a menudo una oración, y algún elemento no lingüístico, quizás un hecho.

El punto de vista agustiniano sin embargo no está abierto a este tipo de objeción. Los textos particulares ciertamente caracterizan, se refieren, están en diferentes tipos de relación de correspondencia con algo más allá y fuera de ellos mismos, pero ese algo es siempre otro texto. Enseguida puede objetarse: seguramente los textos de la Escritura nos hablan, o al menos quieren hablarnos, acerca de la naturaleza y la historia. Pero la naturaleza, incluyendo la naturaleza humana y la historia humana, es en sí misma en esta visión un texto: "Porque el mundo entero perceptible" escribió Hugo de Saint-Victor, "es ciertamente como un libro escrito por el dedo de Dios" (De tribus diebus ii), siguiendo en esto al mismo Agustín (Enarratio in Ps. 45, 7), y Alan de Lille fue más allá al decir que el todo del mundo creado es para nosotros "como un libro y una pintura en un espejo" (Rythmus alter). Un texto es una serie de signos; eso de lo cual habla es una serie de signos correspondientes. La narrativa dramática de la Escritura refleja la narrativa dramática efectiva de la historia bíblica. Dios, como autor de ambas, nos habla en ambas, y los mismos textos de la Escritura nos hablan de esta alocución en ambas y de nosotros sea como oyentes o no. Dios es así el interprete autorizado de sus significados, y las autoridades a las cuales ha nombrado para hablar en su lugar, tanto eclesiásticas como seculares, son por lo tanto terminantes en la interpretación y evaluación, no sólo de la naturaleza, la historia y la Escritura, sino de aquellas conclusiones teológicas del estudio dialéctico que extraen sus premisas sea de la naturaleza y la historia o de la Escritura. La determinación del significado de los textos requiere y recibe el ejercicio de la autoridad interpretativa, autoridad de la misma clase a la cual Abelardo se sometió.

¿En qué consiste entonces el progreso en leer y entender textos, incluyendo el texto de la naturaleza? A un nivel consiste en actividades caracterizables por un observador externo como identificar discrepancias e incoherencias en los textos, la formulación de hipótesis para superarlas y una búsqueda de evidencia para confirmar o desconfirmar tales hipótesis, la integración de textos recientemente descubiertos o redescubiertos en el cuerpo del conocimiento, y la construcción de formas aún más adecuadas de clasificar y sistematizar lo que se ha aprendido. En estas actividades el argumento dialéctico se emplea tanto para investigar la ontología subyacente del esquema del conocimiento como para elucidar los asuntos problemáticos que emergen en el curso del estudio. Pero todas ellas contribuyen al y se constituyen en progreso sólo en la medida en que la mente del estudioso involucrado en tales actividades se mueva de un estado inicial, donde no discierne si él mismo, u otros seres finitos o Dios exhibe el grado y clase de perfección que pertenece a cada una de ellas, hacia las aprehensiones de que sea capaz, de la perfección de cada una; y al lograr este progreso también se perfecciona a sí mismo.

Había epistemologías agustinianas diferentes y rivales que proporcionaban caracterizaciones de algún modo distintas de los estados inicial y final de la mente y de la transición de uno al otro. Hugo de Saint-Victor asumió una visión, Alan de Lille otra. Lo que tales epistemologías rivales comparten es una concepción de los objetos a ser aprehendidos por la mente humana en tanto inteligibles como tal, antes de que una mente humana en particular los aprehenda. La mente viene a ser informada por esta inteligibilidad, pero sólo a causa de la luz proporcionada por Dios. Este uso analógico del concepto de luz, con su asimilación de lo inteligible a lo visible, es esencial en la espistemología agustiniana. Así que Dios está presente, aunque a menudo no reconocido, para cada mente humana en cada acto de aprehensión y juicio, y presente no sólo como creador omnipresente sino constituyente de ese acto de aprehensión y juicio. Y en cada uno de tales actos hay una ineliminable referencia a Dios, aunque a veces no intencionada ni reconocida, en la medida que al decir de algo que es o lo que es, hacemos al menos una referencia indirecta a lo que es su ser perfecta o imperfectamente.

Es entonces en la ineludible aplicación universal del concepto de perfección que Dios es reconocido universalmente, un reconocimiento que Anselmo transformó en argumento, el argumento que de la afirmación de la existencia en la mente de eso de lo cual no se puede concebir algo mayor se sigue que eso de lo cual no se puede concebir algo mayor existe también fuera de la mente. Los argumentos de Anselmo no están de ningún modo accidentalmente en forma de plegaria. Para entender adecuadamente el concepto requerido la mente ya debe estar dirigida por la fe hacia su verdadera perfección. La justificación racional de la creencia en el objeto de la fe es interna a la vida de la fe.

Fue porque tal estudio intelectual al modo agustiniano se concibe como un progreso hacia una aprehensión siempre más adecuada de la perfección que el estudio teórico y el estudio práctico estaban tan estrechamente interrelacionados. Las disciplinas de la vida monástica, especialmente de aquellas reformas de la vida monástica en las cuales ha sido reestablecida la Regla de San Benedicto, proporcionan un ideal religioso con el cual el erudito del siglo doce estaba en deuda y al cual era demasiado propenso para distinguir su propia vocación. Pero en la vida de los canónigos que seguían las reglas diseñadas por Agustín para el clero secular, ejemplificadas en la Abadía de Saint-Victor, los dos tipos de ideal se mantenían juntos. Sin embargo fue en el transcurso del siglo doce que la cuestión de qué involucraba el agustinianismo para la vida práctica comenzó a asumir nuevas dimensiones y lo hizo así precisamente mientras la tradición agustiniana estaba bajo presión para proveer fundamento y marco intelectual para un tipo de educación dirigida tanto a aquellos que no eran clérigos como a nuevas clases de clerecía.

Tal presión se generó desde más de una dirección. Las administraciones centralizadoras de las cortes tanto reales como papales necesitaban letrados; los cambiantes patrones ocupacionales de la vida urbana requerían nuevas formas de alfabetismo; el clero tenía sobre sí nuevos tipos de demanda. Al mismo tiempo desarrollos en lógica, en gramática, en la relación entre ellas dos, y en las otras artes liberales habían planteado en variadas maneras cuestiones acerca del propósito y la estructura global del conocimiento puramente secular. Fue en respuesta a esto que apareció un género de escritura el cual, al dar una ojeada más o menos general del estudio y el conocimiento, se convirtió en el ancestro del género posterior de la enciclopedia. Notable entre estos estaba el Didascalion: de Studio Legendi de Hugo de Saint-Victor, del cual Beryl Smalley escribió que el propósito del autor "era hacer volver al aprendizaje rebelde al marco bíblico de De Doctrina Christiana" (The Study of Bible in the Middle Ages, Oxford, 1952, p.86) en un intento de hacer para el París del siglo doce lo que Agustín había logrado para Hipona al final del siglo cuarto. Lo que Hugo quería lograr era la subordinación de todo aprendizaje a la lectura de las Escrituras de modo que los estudios podrían resultar en el perfeccionamiento de la vida práctica; al tratar de imponer un orden sobre los estudios diseñados para lograr este fin, él definió una posición clave en lo que vino a ser un debate no sólo sobre la estructura del curriculum sino sobre la construcción de instituciones académicas y educacionales. La importancia del resultado de ese debate en París se entiende mejor al considerar lo significativo del contraste entre lo que surgió como universidad en París y lo que surgió en Bologna.

Es lugar común contrastar estas dos en términos de la estructura de la autoridad y el poder corporativo: París era una universidad de maestros, una universidad controlada por profesores, mientras Bologna era una universidad de estudiantes, en la cual los profesores eran empleados por sus alumnos. Pero hay otra diferencia subyacente a esta. La enseñanza en Bologna fue diseñada para servir los propósitos de los estudiantes, propósitos determinados previa e independientemente de cualquier cosa aprendida de esa enseñanza. La enseñanza en París estaba diseñada para reeducar a los estudiantes en un conocimiento más adecuado de fines y propósitos, de modo que el deseo con el cual vinieron a estudiar podría ser corregido. La educación en Bologna fue diseñada para ser útil en términos de un patrón de utilidad establecido en el dominio del poder político, fuese secular o eclesiástico. No sorprendentemente la materia académica más importante era leyes. La educación en París estaba diseñada para poner en cuestión justamente esos patrones de utilidad interrogando cómo lo útil debe relacionarse con la búsqueda de perfección humana, concebida en términos agustinianos, una búsqueda cuyo punto central es necesariamente invisible a aquellos que no están ya comprometidos en ella. De ahí que toda la educación en París estaba subordinada a y dirigida hacia el estudio de la teología. Y al entender la vida universitaria en París en estos términos no estoy adoptando una visión idealizada.

Stephen C. Ferruolo ha reexaminado recientemente la cuestión de cómo vino a ser fundada la Universidad de París y ha planteado que, aunque el interés corporativo de los maestros para asegurar su seguridad y autonomía de la autoridad externa era ciertamente importante en París, como lo era en Bologna, tanto las formas de organización de la universidad en París como su curriculum no se pueden explicar adecuadamente excepto como resultado de un debate sobre ideas educacionales (The Origins of the University, Stanford, 1985). El necesario ordenamiento comprehensivo y la síntesis de viejo y nuevo conocimiento sólo podrían lograrse ahora sobre una nueva clase de bases institucionales.

París fue así en su origen una universidad agustiniana, que expresaba en sus formas de enseñanza las concepciones distintivamente agustinianas de estudio moral y racionalidad. Aquellas concepciones son propensas a ofender la mente característicamente moderna sólo a causa de que hacían a la racionalidad interna a un sistema de creencias y prácticas de tal forma que, sin la aceptación a algún nivel fundamental de aquellas creencias y una iniciación en la forma de vida definida por aquellas prácticas, el encuentro racional con el agustinianismo está descartado, excepto en la forma más limitada. No es que no haya puntos notables de contacto intelectual entre tesis agustinianas particulares y una cantidad de posiciones que han sido adelantadas en el mundo moderno en muy diferentes contextos y con muy diferentes propósitos. En Descartes encontramos el si fallor, sum agustiniano transformado en el cogito. En Berkeley reaparece la concepción agustiniana de la naturaleza como una serie de signos. Wittgenstein, pensando erróneamente que repudiaba la visión de Agustín del aprendizaje ostensivo, de hecho reprodujo parte de la propia tesis central de Agustín. Y puede discernirse una cierta relación con el punto de vista agustiniano incluso en algunos de los que lo rechazan más mordazmente.

Nietzsche advirtió, como he observado en una charla anterior: "Temo que no nos estamos librando de Dios porque todavía creemos en la gramática". Lo que Nietzsche quería decir con eso de creer en la gramática era creer que la estructura del lenguaje de algún modo refleja y presupone creer en un orden de cosas en virtud del cual un modo de conceptualizar la realidad puede ser más adecuado a esa realidad que otro. Desembarazarse de tal creencia sería en cambio tratar los significados puramente lingüísticos como un conjunto de estructuras sin contexto, disponibles para expresar un número indefinidamente grande de conceptualizaciones alternativas, ninguna más adecuada que otra, porque no hay una realidad subyacente en relación a la que se pueda medir la adecuación. La agudeza de Nietzsche fue que mientras la referencia a tal realidad aún se presuponga, la creencia en Dios está secretamente presente. Y al afirmar esto Nietzsche simplemente invirtió el punto de vista agustiniano: sin Dios no hay genuina objetividad de interpretación o conceptualización.

Más recientemente Umberto Eco (Semiotics and the Philosophy of Language, London, 1984, sección 2.2) ha increpado a Porfirio por la inadecuación de su semántica. El error de Porfirio, según Eco, es no haber dado una explicación de la predicación categórica en la que los significados de los predicados fuesen independientes del contexto de una manera tal como para no presuponer por su aplicación creencia en un esquema conceptual o analógico particular. Los comentarios neoplatónicos de Porfirio sobre Aristóteles fueron aceptables sin embargo para platónicos, aristotélicos y agustinianos precisamente porque implicaban un rechazo de la clase de lingüística que Eco asume como ciencia, una lingüística a priori semiformal independiente de la ontología. Porfirio no estaba tratando de ser Eco y fracasando al hacerlo; estaba ocupado en una empresa rival y alternativa.

Se podría suponer que, dado que el agustinianismo está así entregado a una variedad de acuerdos y desacuerdos con los protagonistas de otras posiciones, podríamos encontrar apoyo en el tema de esos acuerdos y desacuerdos para evaluar el agustinianismo sin antes tener que formar parte de y aceptar la fe y la práctica agustinianas. ¿Es el tratamiento del cogito superior o inferior al de Descartes? ¿Es más preciso el tratamiento que hace Berkeley de los objetos y eventos naturales como signos que las tesis agustianas? ¿Nos dirige Wittgenstein hacia un mejor tratamiento de las limitaciones de la definición ostensiva de lo que lo hace Agustín? ¿Desacredita a Agustín la inversión que hace Nietzsche de Agustín? ¿Son superiores las semánticas de Eco y J.J. Katz a aquellas de Porfirio?

Pero si fuésemos a suponer que podríamos demandar poco a poco respuestas a estas cuestiones y de ese modo probar ciertas pretensiones agustinianas, ya estaríamos cometiendo petición de principio desde el punto de vista agustiniano. Porque cada tesis agustiniana específica resiste o cae, desde el punto de vista agustiniano, como parte del esquema de creencia global. Extraigamos las partes de ese todo, tratémoslas como si no fuesen partes y ya no tenemos tesis agustinianas sino sólo una versión contrahecha de ellas. Y es el esquema como un todo el que requiere ser creído antes que pueda ser entendido. Así que parece no haber manera de dar un veredicto sobre el esquema agustiniano de estudio teórico y práctico desde ningún punto de vista que no sea el de un partipante en ese estudio.

Es a esta totalidad, a este carácter 'todo o nada' del esquema agustiniano que la forma del curriculum universitario de París debe su aspecto. Cada parte contribuye con un elemento necesario en el movimiento hacia un entendimiento más adecuado de la perfección, tanto del estado 'a ser perfeccionado' de la humanidad, como de la perfección intemporal de Dios, un movimiento que incorporado en una vida humana particular, es la indagación de esa particular persona acerca de su propio bien. Los no educados se entienden a sí mismos por medio de las imágenes de la narrativa bíblica que los educados interpretan para ellos. De aquí deriva al menos un aspecto de la importancia crucial de predicar. Y de aquí deriva también la importancia para la Universidad de París, como universidad agustiniana, que tan temprano en su vida la orden Dominica, la orden de los predicadores, hubiese comenzado a jugar un papel tan grande en esa vida, tanto en la provisión de profesores de Teología como en traer estudiantes a París.

Pero señalar esto sólo puede ser añadir al sentido de afrenta producido en la modernidad por el impacto de los herederos teológicos de Agustín en la alta Edad Media. La modernidad pide argumentos. Y el agustiniano responde que en esta área no puede haber premisas compartidas a menos y hasta que la palabra del predicador bíblico se oiga como autorizada. Pero no se desprende de allí que el esquema de creencia agustiniano es o era invulnerable, incluso desde el punto de vista de sus propios adherentes. De hecho es y era vulnerable en dos formas distintas. Primero, como toda tradición desarrollada de estudio intelectual y práctico, tenía su propia problemática interna, ese conjunto de cuestiones que surgen dentro de la tradición y a cuya provisión de respuestas, o al menos a cuyo progreso hacia la provisión de respuestas, están comprometidos los adherentes de esa tradición. Para la tradición agustiniana surgen tres tipos de problema.

El primero es uno que surge de todo tipo de platonismo. Si entender cualquier particular es entenderlo en su relación con una forma o universal a cuya sola luz puede ser hecho inteligible ese particular, ¿cuál es la naturaleza de esa relación? La propia conclusión negativa de Platón en el Parménides, para no tocar la crítica de Aristóteles, parece excluir ciertos tipos de respuesta. Y la proporción de los argumentos de William de Champeaux refuerza la visión de que el platonismo agustiniano confrontaba problemas en esta área, problemas definidos por sus propias pautas, para cuya solución había sido hasta el momento incapaz de encontrar recursos adecuados.

Un segundo conjunto de problemas tiene que ver con el papel desempeñado por la iluminación divina al generar conocimiento en la mente creada. La dificultad surge aquí de la manifiesta incompatibilidad de una variedad de declaraciones hechas por el propio Agustín. Agustín ha estado de acuerdo con Plotino en negar que la mente humana posea dentro de sí misma, como parte de su propia naturaleza, un principio activo que produce entendimiento. De ahí que todo entendimiento requiera iluminación divina (De Civitate Dei x, 2). Pero Agustín también sostenía que debido al pecado derivado de la caída de Adán los seres humanos en su estado natural no podrían ver o beneficiarse de esa luz. Sólo por la gracia proporcionada por nuestra redención se restaura la iluminación. De aquí se desprende que los seres humanos en un estado natural deben carecer enteramente de entendimiento. Y sencillamente no es así, algo que el mismo Agustín reconoce una y otra vez. Así que hay una evidente contradicción en el corazón del relato agustiniano del conocimiento.

En tercer lugar, Agustín y los agustinianos presentan el repudio humano del bien como asunto de la perversidad de la voluntad. Es la voluntad la que dirige bien o mal al intelecto. Pero en lo que falla la doctrina agustiniana es en proporcionar algún relato adecuado de cómo está o estaba relacionado el intelecto con el bien antes y aparte de ser desviado por la voluntad. ¿Qué sería para el intelecto estar ordenado rectamente según su propia naturaleza?

Estos tres conjuntos de problemas están relacionados mutuamente en una variedad de maneras. Y por las normas del mismo agustinianismo, el fallar en adelantar estudios con respeto a ellos no podría sino plantear cuestiones acerca de la justificación racional del esquema de creencia agustiniano como una base para el estudio intelectual y práctico. Pero no es ésta la única manera en la cual ese esquema es y era vulnerable al cuestionamiento crítico. Porque el agustinianismo también está sometido a una tesis central negativa sobre toda posición rival real o potencial: que ninguna racionalidad sustantiva, independiente de la fe, será capaz de proporcionar una vindicación adecuada de sus pretensiones.

Así que el agustiniano está comprometido a sostener que ni la racionalidad cartesiana, ni empirista, ni kantiana, ni hegeliana ni positivista será capaz de defender sus pretensiones, aún en sus propios términos. Cada uno en su propio desarrollo histórico exibirá, así debe pretender el agustiniano, su propio fracaso, sea al caer en una incoherencia inerradicable o bien al ser impulsado a reconocer puntos en los cuales hay un refugio inevitable para actitudes de creencia justificable o injustificable, o ambas cosas. Y entre aquellos proyectos de indagación cuyo fracaso se compromete a predecir el agustiniano están por supuesto el que sería expuesto en el testamento de Adam Gifford y el defendido por Nietzsche.

Donde Adam Gifford sostenía que los métodos de estudio moral y teológico requerían un punto de arranque en primeros principios asequibles universalmente y garantizados racionalmente, el agustiniano niega que pueda haber tales principios. Donde Adam Gifford sostenía que el estudio moral y teológico no requiere ningún compromiso inicial previo e iniciado con ninguna forma particular de creencia religiosa, el agustiniano mantiene que es sólo a través del compromiso inicial con un tipo específico de creencia cristiana que puede desarrollarse el estudio racional. Y donde Adam Gifford sostenía que la tradición se presenta ante nosotros para ser examinada y evaluada por nuestras normas, el agustiniano mantiene que tenemos que aprender de la tradición autorizada cómo examinarnos y evaluarnos nosotros mismos.

El contraste y la oposición entre Agustín y Nietzsche es por supuesto más agudo, si eso es posible. Lo que Agustín condenaba, Nietzsche lo ensalza. Donde uno veía un tipo de personalidad que manifestaba la perversidad de la voluntad caída en la arrogancia del vicio de la vanidad, el otro veía esa "nobleza del instinto" que el cristianismo ha aplastado. Y donde Agustín veía la virtud de la humildad, Nietzsche percibía una debilidad y enfermedad perversas (Der Antichrist 59), que se manifestaron siglos después en ese ressentiment del agustiniano Lutero, del cual ha emanado la religión del padre de Nietzsche.

Así que el agustinianismo requiere para su completa vindicación racional no sólo progreso en la solución de sus propios problemas sino confirmación adicional por la manera en la que tales proyectos rivales de estudio intelectual y práctico exiben incoherencia o falta de recursos. Y correspondientemente, él mismo se cuestiona por el éxito de tales proyectos rivales. Fue por lo tanto de primera importancia para la historia del agustinianismo que poco después de haber conseguido una forma nueva y autorizada de expresión institucional, con la fundación de la Universidad de París, confrontase un reto de tales dimensiones que su habilidad para defenderse estaba seriamente en duda. Ese reto surgió del redescubrimiento de la filosofía de Aristóteles en su integridad, y era un reto que no sólo planteaba cuestiones acerca de la verdad de doctrinas teológicas claves sino también cuestiones acerca del curriculum agustiniano y el relato del conocimiento que ese curriculum presupone.

En primer lugar, la pretensión del esquema agustiniano, expuesta no sólo por Hugo de Saint-Victor sino también por otros escritores sobre curriculum, era que dentro de ese esquema se podían integrar todos los tipos de conocimiento secular, nuevos o viejos. La multiplicación de textos del mundo antiguo ya había planteado dudas acerca de esta pretensión; pero la recuperación de la ciencia aristotélica, expuesta por los comentaristas islámicos, hizo algo más que plantear dudas. Porque proporcionaba como parte de su corpus un conjunto de textos de ciencia natural que asignaban a la ciencia natural un contenido y una importancia bastante ajena al agustinianismo según se había formulado hasta entonces.

En segundo, Aristóteles proporcionaba relatos de qué es la ciencia, de qué es el estudio, y del telos de todo estudio que se lleva mal con la versión del platonismo de Agustín, muy especialmente al no dejar lugar ni tener necesidad de la iluminación divina en su relato de la génesis del conocimiento. Así que en ciertos aspectos parecía que el esquema agustiniano sería verdadero sólo si el aristoteliano era falso, y viceversa.

Por tanto, en seguida un dilema agustiniano. Admitamos el corpus aristoteliano en el esquema de los estudios y confrontaremos al estudiante no con una sino con dos demandas de lealtad, demandas cuyos puntos clave son mutuamente exclusivos. Excluyamos el corpus aristotélico del corpus de los estudios y pondremos en duda tanto la pretensión integradora, universal, del agustinianismo como la pretensión de la universidad, al menos como era entendida en París. Fue la habilidad de los protagonistas del agustinianismo para resolver los asuntos planteados por este dilema lo que cambió la suerte de su doctrina, algo que vino a ser más evidente en cada sucesiva década del siglo trece. Pero antes que la respuesta del agustiniano pueda ser contada adecuadamente, es necesario evaluar las dimensiones del reto aristotélico.


En relación a los tópicos centrales referidos en el texto, ver:




Versión al castellano: Eloy Cano Castro. eloycanocastro@gmail.com (febrero 1999)
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