Como conté hace unos días, estoy embarcado en un proceso absorbente de digitalización de diapositivas. La práctica hace al maestro, dicen; sigo practicando pero falta mucho para que me den la maestría. Me parece conveniente para efectos divulgativos echar el cuento de las condiciones de trabajo y eficiencia o productividad que he alcanzado.
Una vez instalado el aparataje y adquirido un paso y una metodología, se toman alrededor de 200 fotos por hora. Impresionante, ¿no? Pero no se puede trabajar una hora seguida sino a costa de un dolor de vértebras que se suponían inexistentes. En tramos de 20 minutos se sacan entre 60 y 100 fotografías, digamos, crudas.
El equipo digitalizador que estoy utilizando -en la imagen-, consta de cámara (azul); lo imprescindible, un cilindro duplicador (morado) que tiene un lente de acercamiento y un difusor de luz; lámpara (verde oscuro), en este caso un bombillo fluorescente de 20 W, que no es gran cosa, pero funciona; trípode (verde claro) porque todas las fotos son lentas, entre un octavo y un treintavo de segundo, también porque utilizo una abertura de 13 a 16, para garantizar lo más que se pueda el enfoque.
Otras cosas: anillos adaptadores (marrón), cajas para asegurar que el peso no mueva el armatoste fotográfico, y finalmente, prescindible pero muy útil, una mesa de luz (amarillo) en este caso suministrada en calidad de préstamo, que es muy práctica para ordenar y elegir las diapositivas que van a “sufrir” el proceso.
Lo que consume tiempo es el “post-proceso”; implica en muchos casos rotar la foto y siempre hacer recortes. Después, un ajuste automático de niveles que produce una mejora sustancial, pero debe afinarse con balance de blancos ocular (i.e.: a ojo). Si se quiere derrochar tiempo, también se pueden eliminar marcas, hongos, etc. Aquí podemos hablar de unas 30 a 50 imágenes corregidas por hora, y eso a todo tren y sin mucho miramiento. Como debo presentar algún resultado, aquí va. Unas vistas de Caracas y Maracay en 1997 y otras obtenidas durante un escabroso ascenso a La Silla de Caracas en mayo 1978 y lo que quedó del ascenso al pico Bolívar (La Aguja) en marzo de ese mismo año.