En el Ling-Nam ayer me atendió como siempre un mesonero oriental, pero no de Cumaná ni Maturín como suele ser, sino de allá de la China lejana. Parecía recién llegado y miraba con la cabeza inclinada, supongo que para compensar la horizontalidad de sus ojos.
Viendo que no entendía castellano le pedí en mi perfecto mandarín unos tallarines con vegetales, pero debe haber sido del sur porque abrió la carta y movió la mano sobre ella como quien busca sin saber qué, y después de varias repeticiones atinó a señalar en la parte cuyo título decía “chow mein”.
El colmo fue que al rato regresó para asegurarse de que ’lumpias’ eran las croquetas que aparecían en la carta. La brecha se amplió cuando preguntó algo, con el lápiz sobre una libretita que nunca utilizó; pedí una limonada y eso lo alejó.
Mientras tanto, los otros mesoneros, a quienes les pedía las mismas cosas cuando eran jóvenes y comenzaban en el restaurante, se hacían los locos y atendían a otras mesas. El trujillano no me preguntó esta vez por Gustavo, seguramente para variar, porque lo hace cada vez que voy, de lustro en lustro, aunque sí me saludó. Ese trabajo debe ser bastante agotador, está canoso y se ve viejo.
El Ling-Nam es el mejor restaurante chino de Caracas, lo puedo decir con propiedad porque no conozco otro. La salsa agridulce realmente parece hecha con miel y es totalmente diferente a las que hay que soportar en los restaurantes de Cagua o Maracay, y eso que son primos, según dice todo el mundo.
La cercanía a la UCV, y claro, sus comensales frecuentes, hacen que tenga un aire académico que no se consigue en otros sitios similares; más académico, por ejemplo, que la biblioteca de la facultad. También ayuda el ambiente umbrío, lleno de dragones y símbolos chinos ininteligibles. La comida sigue siendo como solía ser, no así los precios; ahora cuesta casi exactamente mil veces más, por lo tanto, aplicando los argumentos monetaristas tan de moda, es más barato que antes.
Lejos de allí por muchos años, está bien volver para rematar lo que allí empezó.