Un extracto del libro ‘Sinuhé, el egipcio’ de Mika Waltari (1945) siempre me ha llamado la atención y me ha parecido pertinente para ser leído por estudiantes universitarios (que creo es la intención de Waltari al escribirlo). Ya no me parece tan importante, porque hay otras preguntas menos metafísicas que también son relevantes, pero sigue siendo un buen recuerdo.
La situación se da en la época en que Sinuhé estudia medicina en la ‘Casa de la Vida’, durante el reinado de Amenhotep III, padre de Akhenaton; esto es, aprox. 1350 a.C.
Libro Segundo
La Casa de la Vida
En aquellos tiempos los sacerdotes de Amón en Tebas se habían atribuido el derecho exclusivo de la enseñanza superior y era imposible comenzar los estudios sin su consentimiento. Es fácil de comprender que tanto la Casa de la Vida como la Casa de la Muerte hayan sido en todos los tiempos instaladas en el interior de las murallas del templo, así como la alta escuela de teología para los sacerdotes de grados superiores (…)
Antes de franquear el umbral de la Casa de la Vida, me era indispensable pasar el examen de sacerdote de grado inferior en la facultad de teología. Debí consagrar a ello tres años, porque al mismo tiempo acompañaba a mi padre en sus visitas a fin de aprovecharme de su experiencia. Vivía en casa, pero cada día asistía a los cursos. Los muchachos que tenían protector poderoso podían pasar en pocas semanas este examen, que comprendía, además de los elementos de lectura, escritura y cálculo, unos textos sagrados aprendidos de memoria, así como leyendas sobre las santas trinidades y las santas enéadas que culminaban siempre en el rey de todos los dioses, Amón. El objeto de esta enseñanza maquinal era ahogar el deseo natural de los estudiantes de pensar por sí mismos e inspirarles una confianza ciega en la importancia de los textos aprendidos. Sólo cuando estaba ciegamente sometido al poderío de Amón, podía el joven estudiante alcanzar el primer grado de sacerdocio (…)
(…) Sin embargo, fui ciego y sordo hasta el momento en que tuve una iluminación como antaño, durante mi infancia, cuando las imágenes, las palabras y las letras cobraron vida para mí. Un día mis ojos se abrieron, me desperté como de un sueño y con el espíritu desbordante de alegría me pregunté: “¿Por qué?”. Porque la temida clave de todo verdadero saber es la pregunta “¿Por qué?”. Esta palabra es más fuerte que la caña de Thoth y más poderosa que las inscripciones grabadas sobre la piedra.
He aquí cómo ocurrió. Una mujer no había tenido hijos y se creía estéril porque había pasado de la cuarentena. Un día, sus menstruos cesaron y, atemorizada, acudió a la Casa de la Vida preguntándose si un mal espíritu habría penetrado en ella emponzoñando su cuerpo. Como está prescrito, tomé unos granos de trigo y los hundí en la tierra. Regué algunos granos con agua del Nilo y los otros con orina de la mujer. Puse todo aquello al sol y le dije a la mujer que volviese a pasar al cabo de algunos días. Cuando vino, los granos habían germinado; los que habían sido regados con agua del Nilo eran pequeños, mientras los demás estaban florecientes. Así lo que estaba escrito era verdad, como se lo dije a la mujer sorprendida
–Regocíjate, mujer, porque en su misericordia el poderoso Amón ha bendecido tu seno y tendrás un hijo, como las demás mujeres benditas.
La pobre mujer lloró y me dió un brazalete de plata que pesaba dos debens. Pero en el acto me preguntó si sería un varón, porque se figuraba que lo sabía todo. Reflexioné un momento, la miré a los ojos y le dije:
–Será un hijo.
Porque las probabilidades eran las mismas y en aquellos tiempos tenía suerte en el juego.
Estuvo todavía más contenta y me dio otro brazalete igual al primero. Una vez se hubo marchado, me pregunté: “¿Cómo es posible que un grano de trigo sepa lo que ningún médico puede dilucidar antes de que los signos del embarazo sean perceptibles a la vista?” Entonces me decidí a ir a hacer esta pregunta a mi maestro, pero éste se limitó a contestar:
–Está escrito.
Pero aquella no era una respuesta satisfactoria a mi por qué. Me decidí a consultar acerca de la maternidad al médico comadrón real, quien me dijo:
–Amón es el dios de todos los dioses. Su ojo ve la matriz que recibe la semilla. Si permite la fecundación, ¿por qué no permitiría que un grano germine en la tierra si se ha regado con el agua de una mujer fecundada?
Me dirigió una mirada de compasión como a un imbécil, pero su respuesta no me satisfizo. Ahora mis ojos se abren y veo que los médicos de la Casa de la Vida conocían únicamente los textos y las costumbres, pero nada más. Porque si preguntaba por qué había que cauterizar una herida purulenta mientras se unta una herida ordinaria y se la cubre con un apósito y por qué el moho y las telarañas curan los abcesos, me respondía:
–Así se ha hecho siempre (…)
De la misma forma el manipulador del cuchillo que cura tiene el derecho de practicar las ciento veintidós operaciones e incisiones que han sido descritas, y las ejecuta más o menos bien según su experiencia y habilidad; más o menos lentamente, ocasionando más o menos sufrimientos al enfermo; pero no puede hacer nada más porque sólo éstas han sido descritas.
Había gente que adelgazaba y su rostro se ponía pálido, pero el médico no podía descubrir enfermedad ni defecto. Y, sin embargo, estos enfermos recuperaban la salud si comían el hígado crudo de las víctimas de los sacrificios pagando por él un precio elevado, pero nadie podía explicar el porqué; nadie se atrevió siquiera a preguntarlo.
Otros tenían dolores de vientre, y sus manos y sus rostros se ponían ardientes; tomaban purgantes y calmantes, pero unos sanaban y otros morían sin que los médicos pudiesen decir de antemano lo que ocurría. No estaba permitido preguntarse el porqué.
No tardé en darme cuenta de que hacía demasiadas preguntas, porque todos comenzaron a mirarme de soslayo y los camaradas entrados más tarde que yo pasaron delante de mí y me daban órdenes. Entonces fue cuando me quité mi vestidura blanca, me purifiqué y abandoné la Casa de la Vida, llevándome los dos brazaletes cuyo peso era de cuatro debens. (…)
–¿Es acaso un error preguntar “¿Por qué?” -dije entonces.
–Desde luego es un error, porque el hombre que se atreve a preguntar por qué, no tiene ya hogar, ni techo, ni asilo en el país de Kemi. Todo debe permanecer inmutable, ya lo sabes (…)
Porque ante todo existe la fórmula. El arte tiene su canon, como cada letra su tipo, y el que se aparta de ello está maldito (…)
(…)
(…) y comprendí que las casas de placer y el vino estaban autorizadas a los alumnos de la Casa de la Vida, pero que debía renunciar a preguntar “¿Por qué?”.